El derecho humano a la movilidad ha sido un derecho más bien desconocido por la población y poco desarrollado a lo largo de la historia de la Carta Internacional de Derechos Humanos. Pero, ¿cómo ha sido entendido por mucha gente ese derecho hasta ahora?.
El derecho a la movilidad ha sido un derecho más bien desconocido por la población y poco desarrollado a lo largo de la historia de la Carta Internacional de Derechos Humanos, que comenzó después de la Segunda Guerra Mundial y siguió desarrollándose a finales de los años 60, vinculándose al “Derecho a un nivel de vida adecuado” (Art. 25 DUDH).
Dentro de estos derechos emergentes se encuentra el derecho a la movilidad urbana; el derecho que toda persona tiene para circular libremente y elegir su residencia en el territorio de un Estado, pues la movilidad urbana es una necesidad básica y que debe estar garantizado en el marco de la igualdad de condiciones y sin discriminación alguna.
Pero, ¿cómo ha sido entendido por mucha gente ese derecho hasta ahora?. En muchas discusiones veo traducir ese derecho en tener un espacio en la calle para un auto o en que haya buenas carreteras hasta la puerta de “mi” casa y que tengan un mantenimiento correcto. ¿Es esa su acertada traducción en un mundo desarrollado donde los mínimos accesos están garantizados?. Veamos.
La movilidad urbana es un fenómeno que juega un papel fundamental en la sociedad, en tanto que permite las actividades, integra los espacios y nos permite acceder a los bienes y servicios más básicos para tener una vida digna. Es difícil acceder a ninguna actividad, sea profesional, de estudio, de vida familiar, cultural,... sin una necesidad relativamente importante de movimiento, por tanto, la movilidad es una actividad que existe más allá de la voluntad política.
Durante años la movilidad ha estado equiparada al término de transporte en vehículo motorizado, incluso hasta hace poco la mayoría de las ciudades centraban sus preocupaciones en el movimiento de vehículos en las vías y en la gestión de flujos, tránsito, etc., invirtiendo lo mínimo en las necesidades de las personas. Esta idea que equipara la movilidad con transporte genera desigualdad y disminuye nuestra dignidad e integridad al violar el derecho a la movilidad y todos los derechos humanos relacionados a ella.
Durante mucho tiempo las administraciones sólo se han preocupado de la movilidad en coche y por eso nuestras ciudades y territorios se convirtieron en desiguales. Sólo se consideraba el derecho de una parte de la movilidad. Los usuarios de transporte público, a los que se consideraba cautivos, o los de otros modos (desde la bici al peatón) no eran tomados en cuenta. Se planificaban barrios y calles donde era casi imposible transitar sin “un motor” (y esto en Canarias, con el “urbanismo de carretera, se agravaba todavía más).
Esto ha ido cambiando en la última década, y por primera vez en muchos países se comienza a tener en cuenta a todos los tipos de movilidad y se les da el derecho a transitar a los modos más vulnerables (carriles-bici, zonas peatonales, etc). El derecho a la movilidad ha comenzado a tenerse en cuenta para todos y no sólo para los que poseen y quieren utilizar el coche. Esto también ha incluido pensar en los modos colectivos de transporte como alternativa moderna, cómoda y de calidad, y no en un “recurso de urgencia” para determinados sectores de la población. Por eso hemos asistido en los últimos 15 años a la vuelta del tranvía, a la expansión del metro o a la incorporación de nuevos elementos de transporte colectivo, como los BRT.
Queda claro que no todas las personas gozan de las mismas oportunidades para realizar movimientos que les permitan acceder a lugares o incluso satisfacer necesidades básicas, lo que hace de la movilidad un factor de exclusión para muchos ciudadanos. Por ello además estos derechos a la movilidad deben incluir a las personas con discapacidad, donde los servicios públicos, como el taxi o el transporte colectivo son claves.
Es por esta razón que las políticas públicas en esta área deberían orientarse a generar las condiciones para que los factores tales como la edad, el género y las condiciones físicas de los habitantes de una urbe, sean considerados, contribuyendo así a la inclusión social.
En primer lugar debemos dejar de considerar que la movilidad puede ser expresada en términos de viajes-persona-día, una relación limitada de oferta-demanda. En lugar de eso debemos de tener claro que la movilidad debe valorizar el carácter activo de las personas y de la sociedad en su conjunto como entes móviles. De manera que las inversiones en movilidad velen por las necesidades de todos los actores, de sus valores y sus múltiples usos, con el único fin de empoderar a las personas y no a los medios.
En segundo término debemos dejar a un lado las políticas clásicas que tienen como objetivo central el automóvil, que tratan de facilitar obsesivamente su circulación y hacer el tráfico más fluido. Esta postura ha promovido e incentivado el uso de vehículos motorizados y ante el enorme aumento del nivel de motorización, estas políticas resultan ineficientes para garantizar las necesidades de los ciudadanos para trasladarse. Además de que el modelo basado en el uso intensivo del automóvil no concuerda con las bases del desarrollo sostenible.
Para garantizar el derecho a la movilidad urbana se deben combinar objetivos interrelacionados para la transformación física, social y económica para la construcción de un modelo integral de movilidad y espacio público en donde al automóvil deje ser el principal protagonista.
La movilidad urbana, entendida como la necesidad de los ciudadanos de trasladarse, es un derecho humano y social que es necesario preservar y garantizar de forma igualitaria.