22-O, Historia de nuestra bandera

Con motivo del 22 de octubre, día de la bandera nacional canaria, me animo a reproducir aquí un artículo interesante sobre la historia de nuestra bandera, la canaria. Un proceso interesante, ya que entre otras cuestiones, el autor relata como llegamos a la bandera canaria autonómica, no sólo, a la conocida, como la de las siete estrellas verdes. El autor, Himar Cabrera, es un viejo amigo, e historiador, y el texto corresponde a una charla suya sobre la bandera canaria pronunciada el 21 de octubre de 2017 en un acto de Nueva Canarias.

Todos estamos siendo testigos de la gran cantidad de banderas (especialmente la española) colgadas en los balcones de nuestras ciudades. A algunos seguramente esto les genera esperanza y confianza; a otros, preocupación y a otros hasta miedo… a la gran mayoría, probablemente, indiferencia y hastío.

Los que esperen de esta charla una exaltación o un enaltecimiento a nuestra bandera de las siete estrellas verdes, les digo desde ya que no va a ser el caso. La democracia no se construye con símbolos, sino con personas. Son los acuerdos que estas personas son capaces de establecer para su convivencia, y que se expresan en forma de leyes, los que dan sentido a la democracia.

Sin embargo, todas las personas, mientras crecemos y a lo largo de nuestra vida, desarrollamos una identidad, tanto personal como colectiva. Y es esta identidad colectiva, que denominamos ciudadanía, el pegamento que nos une en lo que hemos sido, lo que somos y sobre todo, lo que queremos ser.

La ciudadanía, en tanto realidad humana y social, tiene un componente emocional evidente, nos guste o no. Hay mucha gente a la que no le gusta mezclar lo emocional con lo público. Entienden lo público como la lucha legítima de intereses económicos. Gente que se echa a temblar en cuanto escucha la palabra nación. Y tienen su parte de razón. No les faltan ejemplos históricos en los cuales palabras como nación o pueblo han servido para remover las emociones, con resultados tan poco edificantes como la Solución Final o el Gulag.

Yo no estoy en ese grupo. Creo que el concepto de nación es compatible con el de ciudadanía. Y no sólo compatible. Creo que el concepto de nación debe pasar inexorablemente por la aceptación de la ciudadanía; que la identidad colectiva pasa por el respeto y la aceptación del que no piensa como nosotros, del que es diferente a nosotros. Creo que los símbolos deben jugar un papel inclusivo, no exclusivo en la formación de la ciudadanía. Y que deben mover las emociones más nobles del ser humano y no las pasiones más descarnadas.

Veamos pues, si nuestra bandera canaria; la blanca, azul y amarilla, con siete estrellas verdes ha cumplido, cumple y puede cumplir en el futuro con esta premisa.

Mi intención es dividir la exposición en cuatro partes que seguirán un orden cronológico: en primer lugar, la primera mitad del siglo XIX, tomando como punto de partida el famoso Decreto de Guerra a Muerte de Simón Bolívar. En segundo lugar, el último tercio del siglo XIX y los comienzos del siglo XX, prestando atención a la figura de Nicolás Estévanez y su relación con la primera bandera canaria (la conocida como bandera del Ateneo). En tercer lugar, las décadas de los 60 y 70 del pasado siglo, explicando el contexto socio-político en el que surge nuestra actual bandera. Y en cuarto y último lugar me referiré brevemente a la situación actual y plantearé algunos interrogantes a debatir, si lo creen conveniente. Empecemos.

Si pretendemos sostener que nuestra bandera canaria es inclusiva, debemos ser capaces de demostrar la existencia de una identidad política canaria, no basada en realidades étnicas o culturales, sino en la percepción de los canarios como un grupo homogéneo que merece tal reconocimiento, o sea, un grupo que es tratado por otros grupos de forma singular, a la hora de establecer relaciones dentro de un marco político.

Nuestro actual Estatuto de Autonomía reconoce este hecho, hasta cierto punto. En su artículo primero leemos:

“Canarias, como expresión de su identidad singular, y en el ejercicio del derecho al autogobierno que la Constitución reconoce a toda nacionalidad, se constituye en Comunidad Autónoma, en el marco de la unidad de la Nación española, de acuerdo con lo dispuesto en la Constitución y en el presente Estatuto, que es su norma institucional básica. La Comunidad Autónoma de Canarias, a través de sus instituciones democráticas, asume como tarea suprema la defensa de los intereses canarios, la solidaridad entre todos cuantos integran el pueblo canario, del que emanan sus poderes, el desarrollo equilibrado de las islas y la cooperación con otros pueblos, en el marco constitucional y estatutario”.

Sin embargo, yo creo que la identidad canaria puede ir más allá del “marco de la unidad de la Nación española” y es posible hablar de una ciudadanía canaria en los términos que he dicho antes. Para ello debemos viajar 200 años hacia atrás en el tiempo, a la Venezuela de Simón Bolívar.

En 1813, tras la caída de la Primera República de Venezuela a manos del ejército realista, los caudillos independentistas deciden poner en práctica la estrategia conocida como “guerra a muerte“, que significaba sembrar el terror en las filas enemigas (los españoles) bajo una acción sistemática de exterminio, o sea, matar SIEMPRE al enemigo, sin importar las circunstancias. De la puesta en marcha de esta estrategia nos han quedado algunos documentos interesantes:

Uno es el Convenio de Cartagena o Plan para Libertar Venezuela del abogado y coronel Antonio Nicolás Briceño. Dice uno de sus artículos:

El fin principal de esta guerra es el de exterminar en Venezuela la raza maldita de los españoles de Europa sin exceptuar los isleños de Canarias, todos los españoles son excluidos de esta expedición por buenos patriotas que parezcan, puesto que ninguno de ellos debe quedar con vida no admitiéndose excepción ni motivo alguno…” (Cartagena de Indias, 16 de Enero de 1813).

Las tesis de Briceño son aceptadas por Bolívar en parte y 6 meses después firma su muy conocido Decreto de Guerra a Muerte:

“Españoles y canarios contad con la muerte aunque seáis indiferentes, si no obráis por la liberación de América, Venezolanos contad con la vida aunque seáis culpables” (Ciudad de Trujillo, 15 de junio de 1813).

A primera vista lo que llama la atención a cualquier canario de hoy en día es la distinción explícita entre españoles y canarios que realizan tanto Briceño como Bolívar. Recordemos además, que los caudillos sudamericanos ya conocen la Constitución aprobada en Cádiz, que los reconoce como españoles, aunque de un “hemisferio” distinto.

Lo que nos indican ambas declaraciones es que los criollos perciben y entienden como algo distinto al español “continental” y al “isleño”, no desde un punto de vista étnico (lengua y aspecto) y por supuesto no desde un punto de vista económico o social, sino desde los posibles derechos y deberes a asumir en un estado guerra. Debemos entender que los caudillos venezolanos sienten la necesidad de aclarar que los canarios correrán la misma suerte que el resto de españoles, lo que nos lleva a concluir, que entraba no solo dentro de lo posible, sino de lo lógico, que el canario era miembro de una comunidad característica, merecedora de derechos distintos al del resto de españoles en tiempo de guerra.

Por lo tanto, y como conclusión a esta primera parte, vemos como la identidad canaria se conforma desde la percepción del otro en el continente americano a finales del Antiguo Régimen. Ser canario, para todo el que no lo es, es haber nacido en Canarias. Y ello merece relaciones diferenciadas en cuanto al establecimiento de recíprocos derechos y deberes. No es casualidad que el nacionalismo canario naciera en América y que las banderas señeras de nuestra identidad ondearan antes al otro lado del océano. Aunque suene paradójico, la identidad y la ciudadanía canarias nacen en América. Y esa consciencia viaja por el Atlántico durante el siglo XIX, añadiendo una dimensión de pertenencia isleña, gracias a la obra, entre otros, de Nicolás Estévanez.


En mi opinión, Nicolás Estévanez (1838-1914) es una de nuestras personalidades más singulares y peor reconocidas, especialmente dentro del sistema educativo.

La figura de Nicolás Estévanez: poeta, estadista, pensador y eterno conspirador, merece estar por derecho propio, junto a Viera, Agustín de Bethencourt, Pérez Galdós o Alfredo Kraus en la lista de canarios universales (soy muy consciente de que faltan mujeres en esta lista).

Con sus luces y sus sombras, Nicolás Estévanez representa esa visión romántica de la “patria canaria”. Una visión que ha tenido profunda impronta en amplias capas de nuestra sociedad gracias a sus poemas. En el ideario de Estévanez, un republicano federal, la identidad canaria se fundamenta en dos pilares: el geográfico y el político-social.

Desde el plano geográfico debemos recordar sus famosos versos en el Canto VII de su poema Canarias:

mi patria no es el mundo,

mi patria no es Europa

mi patria es de un almendro

la dulce, fresca, inolvidable sombra

Como bien indica Nicolás Reyes González en su libro Desde la sombra del almendro, para el gran político y pensador, la identidad y el espíritu isleños se construyen sobre los barrancos, las peñas, las fuentes naturales de agua, las sendas, las chozas, en una palabra, el paisaje de su infancia. Dice Reyes González “El poema Canarias en su totalidad y el Canto VII en particular, puede ser leído, escuchado y sentido por todos los canarios y canarias, y puede por lo tanto, ser asumido como un canto a la totalidad del archipiélago

Además, desde el plano político-social, y como firme defensor de la libertad individual y colectiva y soñador de una República Federal Universal, para Estévanez es derecho natural de todos los canarios construir un mundo mejor con otros pueblos, no desde la imposición, ni la dependencia, ni la servidumbre, sino desde la conciencia de ser únicos y libres. Su poema “Mis Banderas” es el primero en hacer alusión a una bandera canaria y dice así en algunos de sus versos:

“Se me aparece roja, azul y blanca

en lienzo rojo

el Teide azul de cúpula nevada

españoles y autónomos seremos

los africanos hijos de Canarias

cuando los pueblos vivan

en plena y efectiva democracia”.

Para Estévanez, que navegó en su vida, desde el republicanismo federal y democrático hasta el anarquismo, el símbolo de la bandera canaria debe ser un símbolo demócratico e integrador y la patria canaria, el conjunto de mujeres y hombres limitados y hermanados al mismo tiempo por esa barrera que nos define: el mar.

En Estévanez no hay contradicción entre realidad geográfica africana y españolidad de Canarias, que sólo tiene sentido si así lo deciden los canarios en una sociedad libre y democrática. Su amistad con Secundino Delgado, al que logra sacar de prisión gracias a una intensa campaña en Madrid y a pesar de sus diferencias ideológicas, pone de manifiesto este profundo sentir democrático.

El nacimiento de la bandera


Es indudable que la actual bandera canaria apareció y se popularizó al calor de los movimientos independentista y autonomista durante las décadas de los 60 y 70 del siglo pasado.

Con anterioridad había ondeado una bandera (la conocida como bandera del Ateneo) en La Laguna a principios del siglo XX, de fondo azul con siete estrellas blancas dispuestas en el lienzo siguiendo la disposición geográfica de las siete islas.

Bandera del “Ateneo” izada en La Laguna a principios del S.XX

La historia de la primera bandera canaria está ampliamente documentada. Fue tan paseada en América, como prohibida en Canarias, siendo la última referencia que tenemos de ella un artículo de prensa publicado en Santa Cruz de Tenerife en 1936.

Pero habremos de esperar, como ya he dicho, a la reaparición de grupúsculos de corte independentista y autonomista a partir de los años 60 del pasado siglo para llegar a la bandera actual.

El MIC (Movimiento pro-Independencia de Canarias) y la RIA (República Independiente del Atlántico), desconocedores probablemente de la bandera del Ateneo, plantearon nuestro símbolo como una refundación de los colores que enarbolaban los buques isleños desde el siglo XIX y que representaban las dos provincias marítimas de las islas (amarillo y azul para Gran Canaria con cabecera en el Puerto de la Luz y blanco y azul para Tenerife). Estos colores eran además muy populares, entre otras cosas, por ser los colores de los equipos de fútbol señeros de Las Palmas y Santa Cruz.

Sin embargo, la opción que cobrará más popularidad será la ideada por Arturo Cantero Sarmiento, miembro del movimiento “Canarias Libre” y que fue lanzada por primera vez y de forma masiva en la Villa de Teror, en forma de papel y tamaño folio, el 8 de septiembre de 1961, durante las fiestas en honor de la Virgen del Pino.

Los colores siguieron siendo el blanco, azul y amarillo, pero esta vez formando franjas verticales como mensaje de igualdad entre islas (ningún color por encima del otro). Las siete estrellas verdes fueron añadidas tres años más tarde por el movimiento MPAIAC de Antonio Cubillo en coordinación con “Canarias Libre” cuyos miembros, en su mayoría, se encontraban todavía en prisión.

Desde el primer momento la bandera tricolor con siete estrellas verdes se hizo tremendamente popular (requisito fundamental de todo símbolo que se precie). Aspecto que hay que agradecer, entre otras cosas, a la que sin duda ha sido una de las mejores campañas de marketing político que ha conocido el archipiélago; me estoy refiriendo sin duda al cántico “Me gusta la bandera”.

Tanto la bandera del Ateneo como la bandera tricolor de las siete estrellas verdes tuvieron una contestación represiva desde Madrid y no fueron aceptadas por la llamada burguesía canaria. Esto no se debió en ningún caso a una especial inquina al símbolo en sí, sino a la nula pretensión de las clases dominantes en Canarias de generar un nacionalismo burgués al estilo europeo. Estos sectores de la sociedad canaria siempre se sintieron más cómodos en la seguridad de un sistema político que asegurase la gestión de los capitales extranjeros en las islas y la protección legal, policial y militar del Estado español.

El republicanismo y el africanismo representado en las siete estrellas verdes de la bandera tricolor se entendieron como algo peligroso, suscitando desconfianza y hasta miedo en algunos sectores de la burguesía canaria, que veían en las ideas autonomistas e independentistas, peligrar los lazos que el dinero establece con los mercados europeos e internacionales, a través del turismo y el comercio, especialmente el de cultivos de exportación.


Con la llegada de la Transición democrática y la Autonomía, la solución estatutaria al problema de la bandera canaria fue aceptar los colores blanco, azul y amarillo y su disposición en franjas verticales, pero retirando las siete estrellas verdes e incluyendo, aunque no se especifique de forma legal, el escudo monárquico (otro debate aparte merece la tonalidad del azul, pero es un debate que excede esta charla).

Como dije al principio, no creo que una bandera sirva para formar una sociedad más democrática, pero sí que puede ayudarnos a entrever los problemas que se esconden tras los símbolos, o sea, los problemas de construir una identidad colectiva.

Aceptada la igualdad entre todas las islas, al menos de forma teórica y simbólica, debemos reflexionar sobre la identidad y la ciudadanía a través de las siete estrellas de nuestra bandera.

Las siete estrellas verdes simbolizan los valores sobre los que es preferible fundar una sociedad democrática: el interés general de todos y la soberanía del conjunto sobre las minorías poderosas. A su vez, el verde de esas estrellas simboliza nuestra geografía; el dónde estamos y la tierra que pisamos.

Y me quedo con Estévanez en que la construcción de la ciudadanía canaria debe tener por pilares a las personas y a los elementos del paisaje que esas personas deben preservar.

En nuestra convivencia debe primar, más allá de nuestras diferencias y las legítimas aspiraciones de libertad, igualdad y prosperidad, el cuidado de aquello que queremos que perdure por generaciones.

No es coincidencia que las mayores movilizaciones en Canarias de los últimos años hayan sido las respuestas masivas de la gente al intento de romper el equilibrio entre el territorio y las personas.

Y a la cabeza de esas manifestaciones ha estado SIEMPRE la bandera de las siete estrellas verdes.

El marco institucional actual permite juegos con el territorio ante los que la ciudadanía ha tenido que movilizarse. Y mientras esperamos la llegada de un marco institucional más apropiado, tenemos nuestra bandera, para no olvidar quiénes somos y el fin último de pisar esta tierra.

El 12 de octubre, los símbolos y el nacionalismo

En todos los estados modernos que se han construido, ha sido muy importante la elaboración intelectual que las élites han inventado sobre tradiciones y la creación, con creciente aceptación popular, de símbolos, ritos, y otros rasgos de la memoria colectiva.

Partiendo de esta base y de lo difícil que es teorizar sobre este tema, la comparativa del nacionalismo español con el francés o el estadounidense no deja lugar a dudas de una diferencia abismal en su origen. Mientras que éstos últimos nacen de un mito rupturista, donde básicamente la construcción de la nación se basa en que los de abajo, o sea los ciudadanos (burgueses y colonos) conforman la nación contra los dominadores internos y/o externos (aristocracia e ingleses) y esa lucha inaugura el mito fundacional de la nación, en el caso español, en cambio, la construcción de los mitos nacionales ha sido patrocinada y controlada por el poder absoluto, primero por las monarquías y después por las dictaduras del S.XX. Veamos.

Mientras que los símbolos, como la bandera, el himno o la fiesta nacional en Francia o EE.UU provienen de esa confrontación contra el poder y de procesos revolucionarios colectivos, en España la cosa es diferente, o más bien contraria.

En el estado español, la bandera en su origen es una enseña de la marina de guerra que finalmente instaura la monarquía a partir de 1908, nada que ver con la tricolor francesa. El himno, al contrario que La Marsellesa, se utilizaba como marcha real desde el S.XVIII. Por su asociación a la monarquía en su versión más reaccionaria, los liberales usaban el himno de Riego, que llegó a ser declarado himno oficial. La vinculación de la marcha real con el absolutismo, la falta de letra y su tardía implantación (se hizo oficial en 1910) impidió cumplir una función “nacionalizadora” como en otros estados.

Al igual que estos símbolos, la fiesta nacional, que se celebra este 12 de octubre (básicamente con un día de vacaciones y un desfile militar) nunca ha creado entusiasmo colectivo. Se instaura en 1918 como suma de cuestionables mitos, concretamente, como Día de la Raza (!), día de la Hispanidad, del descubrimiento de América y de la Virgen del Pilar. La comparación con el 4 o el 14 de julio no aguanta comentario serio. De poder lograr algo parecido en España, la fecha podría haber sido el 2 de mayo, y de hecho las Cortes (liberales) de Cádiz proclamaron esa fecha festiva, pero fue el rey Fernando VII (otra vez la monarquía) la que paralizó su instauración por sus connotaciones liberales.

Así pues, desde mi punto de vista, el fracaso para establecer un mito colectivo español se puede basar en varias cuestiones. Una primera, aunque quizás no la más importante, es la competencia establecida con la Iglesia Católica para controlar el espacio público y su ámbito simbólico. En segundo lugar y más importante es comprobar el fracaso de un proyecto nacionalista de corte liberal que dejó en manos de los sectores más reaccionarios de la sociedad el monopolio del españolismo. De esta forma, los mitos “nacionales” han quedado asociados a esa interpretación conservadora y de las recientes dictaduras, ya que los símbolos siguen siendo los mismos que los de aquellas.

La creciente normalización democrática desde los años noventa, la generalización de la simbología a través de los medios de comunicación y las más recientes victorias deportivas pueden dibujar un marco de normalidad, pero no es así. Una gran proporción de gentes de todos los territorios que piensan y se consideran de izquierdas rechazan (con distinta graduación) la citada simbología y los significantes del 12 de octubre. Así como muchas personas que viven en el País Vasco, Galicia, Cataluña, Valencia o Canarias no soportan esta simbología española no sólo porque puedan ser nacionalistas sino porque el historial de exclusivismo de la simbología española ha sido negacionista y agobiante (y a ésto no ayuda el nacionalismo exacerbado del que hace gala el principal partido conservador estatal, el PP).

Personalmente, simplemente me siento un canario que vive en el mundo. Los símbolos que me enamoraron en mi infancia y juventud no fueron ni la rojigualda ni la marcha real, juro que no lo hice con ninguna intención malévola. Espero que los españoles tolerantes (nacidos en cualquier sitio) que lean este artículo piensen en los argumentos aquí esgrimidos y entiendan un poco más a gentes que pensamos y sentimos como yo.

Solo me gustaría que en el futuro, una España republicana, más democrática, más plural, más justa, más moderna, más laica, y más tolerante lograra celebrar un “día de fiesta” que me motivara a brindar por ella y apostar por un estado diferente a construir entre todas las personas y los pueblos colectiva y fraternalmente.